
Exposición
Sala de Arte Pesadería Vieja
JEREZ
Sala de Arte Pesadería Vieja
JEREZ
Gonzalo Torné, giro luciente
“Todas las cosas que se hacen con los toros desde que nacen hasta que mueren son bellas a base de ir hacia delante”. Domingo Ortega. El Arte del Toreo.
Conocí a Gonzalo Torné con motivo de la inauguración de Andana I en el Museo de Arte Flamenco de su Jerez natal, en un soleado diciembre en el que el invierno parecía no haber llegado al Sur, lo que permitió no sólo comidas junto al mar en la vecina Sanlúcar sino incluso paseos nocturnos por las hermosas calles y plazas de Jerez. El propio Gonzalo y Rosa Rivas organizaron aquella exposición en la que se reunieron algunos de los nombres mas significativos del arte andaluz del momento y en la que la pintura, ya fuese en su versión figurativa (Pérez Villalta, Chema Cobo, Costus) o abstracta (Alfonso Albacete, Pancho Ortuño, Gloria García, Carlos León, Christian Domécq o el propio Torné) aparecía representada en abrumadora mayoría. Junto a los “hermanos mayores” de ambas tendencias, José Guerrero y Luis Gordillo, se convocó también a los “abuelos” Manuel Ángeles Ortiz y José Caballero, lo que perfilaba una actitud de reconocimiento hacia la vanguardia, que fue otra de las señas de identidad de aquel momento. Andana invitó además para la ocasión a algunos críticos muy vinculados generacionalmente a la mayoría de los artistas participantes, como Juan Manuel Bonet, Francisco Rivas, Juan Antonio Aguirre y Fernando Huici.
Acababa de iniciarse lo que Juan Antonio Aguirre llamaría “la década multicolor”, durante la cual un numeroso grupo de artistas españoles, se reafirmó en las posiciones claramente favorables a la pintura tomadas ya en el primer lustro de los años setenta, justo cuando acababa de ponerse en circulación un dudoso diagnóstico respecto a su viabilidad, como si el conocimiento a fondo que todos tenían de tan pesimistas augurios fuese más bien un estímulo para intentarlo una vez más, hasta el punto de que el tema clave, la posible intempestividad de la pintura acabaría convirtiéndose en materia pictórica de muchos de ellos. Sin embargo, al tratar de reconstruir posturas y actitudes de aquellos años, es posible concluir que muchos no actuaron tanto por ir a la contra, como por la difusión de un clima lo suficientemente abierto como para que la elección de cualquier modo de expresión dejase de plantear problemas de conciencia.
Ese clima que permitió que surgiera con fuerza imparable el impulso de pintar, fue también heredero de la ruptura de fronteras y de la consumación del camino hacia la exploración de otras vías de expresión artística que se habían llevado a cabo durante los últimos sesenta y los primeros setenta. El mismo Gonzalo cuenta como unas fotos en blanco y negro de unas obras de Lugán contempladas en ABC en el 73, le impulsaron a abandonar Jerez y plantarse en Madrid al día siguiente, gracias al auxilio económico de su cuñado el poeta Alfonso Sánchez, para conocer de cerca una ciudad en la que estaban pasando tan extraordinarias cosas. Recuerdo su narración del impacto que le produjeron aquellas imágenes borrosas donde se veían una especie de bolas móviles, como una de las más divertidas que he escuchado nunca. De alguna manera aquello confirmaba que era posible hacer todo tipo de locuras, incluida la de pintar, de la forma y manera que viniera en gana a cada uno.
En aquel ambiente surgieron sus cuadros de finales de los setenta y de los primeros ochenta, una apuesta vigorosa y segura por el color, cuya lectura sugirió relaciones con los grandes maestros neoyorkinos por su desenvoltura, su fiereza y su vitalidad, muy alejados de los que podían haber actuado como “padres”, los oscuros informalistas españoles de los cincuenta y los sesenta. Poco después, hacia 1983, las manchas de color aparecían más estructuradas, más ordenadas en el espacio del lienzo, jugándose al máximo con el impacto visual de una lectura contrastada y simultánea. Sus rosas atravesados por líneas azules parecían más rosas que nunca y los verdes y los amarillos contribuían a encender los rojos. Torné, nos abría puertas y ventanas a sus recuerdos de los paisajes y las fiestas del sur, por donde entraba la luz que excitaba los colores hasta lograr sacarlos del espacio del cuadro y hacerles bailar a nuestro alrededor, envolviéndonos como la poética bronca, entrecortada y díscola de una bulería. Torné había llegado hasta esta profesión de fe en la pintura pura a través de un camino absolutamente propio que había comenzado en sus largas horas de niño de los cincuenta pasadas en las iglesias de Santiago y de la Merced de Jerez, contemplando la luz de colores que se filtraba por las vidrieras. “Yo recuerdo que más que los cuadros que colgaban de las paredes, me impresionaban los colores encendidos por el sol, que atravesaban las vidrieras e inundaban el interior transformándolo todo”.
Así pues, si Torné pudo adquirir de la pintura americana su libertad expresiva, es su temprana fascinación por las vidrieras, lo que nos aporta igualmente muchas de las claves de su verdadera estirpe. Si el espacio del cuadro establece claras diferencias entre la realidad exterior y la interior, la vidriera es permeable a la luz, aunque la modifique profundamente, pintando el exterior con colores furtivos, diferentes cada vez. Concebida como un espacio ordenado con una artificiosidad y una articulación autónomas, puramente racionalista, propias del arte clásico, la verdadera vocación del espacio vidriera es trascenderlo y conseguir una vibración poética, no haciéndonos penetrar en el territorio del cuadro, no tendiendo un puente hacia dentro, sino hacia fuera, a través de la capacidad conmovedora, del impacto puramente sensorial del color, algo que estuvo entre los objetivos prioritarios de una gran parte de la vanguardia.
Esta fue la elección que Gonzalo Torné hizo desde muy pronto cuando descubrió que el color servía “para ir hacia delante” y además para hacerlo a su manera. Con él fue ligando sus propios estados de ánimo, mezclados con olores y sabores y hasta con antiguos rescoldos culturales latentes en la cultura andaluza y desde luego con el flamenco del barrio de Santiago que siempre ha tenido gran responsabilidad en el baile de sus pinceles. Porque la Andalucía de Torné no es la petrificada por la leyenda que ha acabado provocando la aparición por todas partes de figurantes y decorados de una mala película, ni siquiera la que con desiguales resultados se ha alimentado de la literalidad del mito, sino la que tal vez provocó su invención entre aquellos viajeros del XIX ávidos de novedades y que yo vislumbré apenas una noche escuchando al Nano de Jerez. Allí era el instante puro lo que simulaba prescindir de toda una acumulación de vestigios culturales y brotaba, tejido con toda facilidad, con lo que pasó a llamarse la “propia vida”, creando una belleza que se sostenía sobre nuevas reglas del juego. Fue uno de esos momentos en que uno siente la tentación a estas alturas, y por más peregrino que parezca, de comprender a Richard Ford.
“Pero cuidado que el toro no es cuestión de fuerza, porque éste enseguida puede producir la brusquedad, la aspereza, es decir la antítesis de la suavidad y la lentitud que es lo que más les agrada a los toros”. Domingo Ortega “El arte del Toreo”.
Hasta después de 1985, momento de su viaje a Nueva York inmediatamente antes de la concesión de la Beca Pollock Krasner, la obra de Torné igualmente fascinada por el apresamiento del instante, se desenvuelve sin citas aparentes, sin embargo en contacto con la ciudad, que por muchas razones podía haberle reafirmado en su camino, siente la necesidad de hacer un quiebro, de hacer más explícitas las señas de identidad de su propia cultura y también de establecer un diálogo con ella, siguiendo una línea que también empieza a interesar a muchos artistas de su generación. “Cuando estoy en Nueva York, tengo la sensación de que se obliga a todo el mundo a pintar de la misma forma, de que se aplaude sólo la pintura que acepta unas determinadas normas que los pintores americanos, que a mí me habían interesado tanto, son tomados como padres incontestables. Esto me molestó y me impulsó a volver la mirada hacia mi propia tradición. Así que, aunque allí pinté toda una serie con referencias americanas como Mikey Mouse, volví con una sensación de rebeldía. Puestos a tener un padre, ¿porqué no Goya?”.
La necesidad de una mirada hacia atrás, la interrogación por el tiempo del pasado, se generaliza entre muchos de los pintores a medida que avanza la década de los ochenta, más como una consecuencia natural de la propia evolución de cualquier obra, que como una moda. En el caso de Gonzalo Torné será Goya, que no por casualidad, junto con El Greco, había sido el pintor que más le había interesado en sus visitas al Museo del Prado durante los años de su adolescencia, pasada en Aranjuez. Si la pintura antigua había sido el arte de la permanencia, de la condensación del tiempo, la vanguardia lo había sido de la instantaneidad, del apresamiento del presente, desgajado del antes y el después. “El tiempo para la belleza ha concluido”, nos dirá Flaubert. Y Goya es justamente el artista que de modo más claro, y no sin gran desgarro pero con gran lucidez, se dio cuenta de encontrarse en la frontera misma entre dos modos diferentes de vivir y de mirar, y por ende, entre dos posiciones distintas frente a la pintura.
Goya ya había aparecido puntualmente en su labor como diseñador gráfico (lo encontramos, por ejemplo, en un cartel del 83 para el grupo de teatro Gayo Vallecano) que Torné desarrolla activamente hasta 1985, pero a partir de ahora, se convertirá en una referencia recurrente, a través de la cita literal de imágenes de los grabados de la Tauromaquia y los Caprichos muy premeditadamente elegidos, en torno a los cuales se despliega una pintura que mantendrá algunos rasgos característicos del anterior Torné, como es la utilización del color, como herramienta favorita de su lenguaje, pero en la que aparece un sentido del tiempo diferente, que no proviene sólo del inevitable ejercicio de memoria, a que invita la inclusión de la imagen goyesca, sino también de su mismo confrontamiento con ella que le llevará a planteamientos formales diferentes. Se cita a Goya de lejos para dejarse impregnar por él, para acoplarse con él, para adueñarse de sus secretos, de su genial capacidad para conciliar en la pintura pasado y presente, permanencia y fugacidad.
No queremos nosotros apropiarnos de la filosofía de Jesulín de Ubrique al sospechar que la retina privilegiada de Goya intuyera la afinidad entre los objetivos de la tauromaquia y los de su propia obra, pero lo cierto es que también en los toros una buena faena está hecha de instantes consecutivos e irrepetibles, que sin embargo quedan más tarde detenidos, “pintados” en nuestra memoria. Una buena faena es la que consigue detener el tiempo “parar la plaza”, como se dice, con su prodigiosa habilidad para la imagen, en el lenguaje taurino. La emoción, el sentimiento producido en el momento de su contemplación, da paso en el recuerdo a una serena sensación de suavidad, de lentitud, como si se tratara precisamente de eso, de construir una reglamentada armonía, una metáfora de la permanencia, a partir de la pura fugacidad, del control de la imprevisibilidad y también de la faena soñada en la imaginación del torero y del espectador y en el instinto del toro.
Como lo era Goya, Torné es una gran observador de la Fiesta. Desde niño había asistido con su padre a las corridas de la Maestranza y de Jerez y los toros que aparecen ya en sus primeros dibujos infantiles, se convierten también en este viaje hacia dentro que emprende a partir de 1986, en una referencia recurrente. La plástica y el espíritu taurinos están presentes en su obra, más allá de su literalidad, como ocurre con las imágenes goyescas. Reproducidas mecánicamente, aparecen ocupando todo el espacio del cuadro, sirviendo como fondo a la pintura, vislumbrándose entre ella, o adheriéndose ostentosamente al lienzo y al papel, insistiéndose en su diferenciación. Pero en ambos casos son esas imágenes, las que actúan como desencadenante conceptual y formal de la pintura y ésta a su vez, acaba incidiendo sobre aquéllas para potenciarlas, en una aspiración de permanecer en nuestra memoria en una íntima combinatoria poética.
El color es utilizado ahora de forma muy diversa, desde la violencia expresionista y romántica del rojo y el negro, hasta la mesura y claridad de los grises, azules y amarillos que nos recuerdan al Goya ilustrado y que son igualmente expresivos de la propia personalidad de Torné. Porque como en el artista aragonés hay en él un componente racionalista ordenado, amante de la claridad y del orden, que se fortaleció en los años pasados, desde el 74 al 78 ,en el estudio de los arquitectos alemanes Kurt Schafer y Hans Heger, y que se manifestará en su dilatada trayectoria como diseñador gráfico. Este Torné de vocación constructiva siempre vivo, surge también en estos años, en sus lienzos y papeles con toritos, caballos y cabezas de toreros convertidos en motivos ornamentales y, repetidos sobre fondos claros por toda la superficie del cuadro, que sin duda serían del agrado de una versión moderna de la ilustrada Marquesa de Pontejos. Es el Torné diáfano, solar, que busca la armonía con el exterior, que apuesta por una realidad ordenada en el que coincidan la razón, la verdad y la belleza
Sin embargo en “Huellas de una época” nos encontraremos también con un pintor dramático que descubre a su pesar el lado oscuro de la vida pero que, frente a ello, no duda en escudriñar con valentía en su interior para darle salida. Fue Quico Rivas quien advirtió en 1985 que en la pintura de Torné no existía el negro. Él mismo fue el primer sorprendido hasta el punto de tener que acudir a su estudio para comprobarlo repasando sus tubos de colores. Y es que esta ausencia del negro no había sido nada premeditado, sino una consecuencia natural de su actitud vital de aquellos años, como lo sería igualmente su presencia a partir de su estancia en Nueva York. Calvo Serraller escribe en el final de su libro sobre Goya unas palabras que bien podían ser aplicadas a Gonzalo Torné: “Pero es la libertad moral la que llevó a Goya a encarar “el negro”, el lado refractario de lo real, lo racionalmente indiscernible, en fin lo oscuro”.
En sus últimos trabajos, realizados a partir de 1997, las citas literales de Goya van desapareciendo, y su mirada se acerca ahora más que nunca hasta el corazón formal de la pintura, tras la búsqueda de un lenguaje que aparece como el destilado resultado de un largo proceso de depuración. Un lazo, una joya, un reguero de sangre, las mentirosas manchas de color del estampado de un vestido, el preciso enrejado de un fragmento de grabado, el recuerdo de una forma flotando sobre el desolado azul de un paisaje, funcionan como desencadenante de unas obras que parecen querer desentrañar el secreto código de la pintura, ordenar la ilusión, controlar el engaño, sólo para medirse con ella y demostrar su ilimitado poder. Por segunda vez, la Fundación Pollock acaba de concederle una beca, lo cual es algo absolutamente excepcional. Gracias a ella abordará el interesante proyecto de pintar en colaboración con una máquina que reproducirá estos bocetos fielmente y que pronto se hará su mejor discípula. En la memoria presentada para su solicitud, todo un manifiesto a favor de la pintura y que resume muy bien su actitud como pintor, Torné escribía: “En definitiva, el empleo que pretendo de estos medios técnicos es simplemente sustituir los tradicionales pinceles, brochas, rodillos, lápices... por unas herramientas que en el fondo cumplen las mismas funciones”. Y también añade: “Quizás seguimos pintando, tomando conciencia propia de pintor porque cada época necesita esta particular forma de pensamiento. Porque necesitamos pintar e indagar nuestra propia zona de creación, que no coincide en todo con la de los que nos han precedido”.
Esa zona de creación es en Torné a veces una zona de luz, vital y sensitiva, y otras una zona de sombra, en la que deja brotar su lado más oscuro, como una muestra más de esa “libertad moral” que también a él le aqueja, de otra forma y bajo otras circunstancias, pero que tampoco está dispuesto a escamotear nunca a su instinto de pintor. Una zona de sombra, casi nunca afrontada con la melancólica atracción por lo incontrolable del Norte, sino con la valerosa y, sólo en apariencia, paradójica fascinación por el orden de la sensibilidad del Sur.
María Escribano
Conocí a Gonzalo Torné con motivo de la inauguración de Andana I en el Museo de Arte Flamenco de su Jerez natal, en un soleado diciembre en el que el invierno parecía no haber llegado al Sur, lo que permitió no sólo comidas junto al mar en la vecina Sanlúcar sino incluso paseos nocturnos por las hermosas calles y plazas de Jerez. El propio Gonzalo y Rosa Rivas organizaron aquella exposición en la que se reunieron algunos de los nombres mas significativos del arte andaluz del momento y en la que la pintura, ya fuese en su versión figurativa (Pérez Villalta, Chema Cobo, Costus) o abstracta (Alfonso Albacete, Pancho Ortuño, Gloria García, Carlos León, Christian Domécq o el propio Torné) aparecía representada en abrumadora mayoría. Junto a los “hermanos mayores” de ambas tendencias, José Guerrero y Luis Gordillo, se convocó también a los “abuelos” Manuel Ángeles Ortiz y José Caballero, lo que perfilaba una actitud de reconocimiento hacia la vanguardia, que fue otra de las señas de identidad de aquel momento. Andana invitó además para la ocasión a algunos críticos muy vinculados generacionalmente a la mayoría de los artistas participantes, como Juan Manuel Bonet, Francisco Rivas, Juan Antonio Aguirre y Fernando Huici.
Acababa de iniciarse lo que Juan Antonio Aguirre llamaría “la década multicolor”, durante la cual un numeroso grupo de artistas españoles, se reafirmó en las posiciones claramente favorables a la pintura tomadas ya en el primer lustro de los años setenta, justo cuando acababa de ponerse en circulación un dudoso diagnóstico respecto a su viabilidad, como si el conocimiento a fondo que todos tenían de tan pesimistas augurios fuese más bien un estímulo para intentarlo una vez más, hasta el punto de que el tema clave, la posible intempestividad de la pintura acabaría convirtiéndose en materia pictórica de muchos de ellos. Sin embargo, al tratar de reconstruir posturas y actitudes de aquellos años, es posible concluir que muchos no actuaron tanto por ir a la contra, como por la difusión de un clima lo suficientemente abierto como para que la elección de cualquier modo de expresión dejase de plantear problemas de conciencia.
Ese clima que permitió que surgiera con fuerza imparable el impulso de pintar, fue también heredero de la ruptura de fronteras y de la consumación del camino hacia la exploración de otras vías de expresión artística que se habían llevado a cabo durante los últimos sesenta y los primeros setenta. El mismo Gonzalo cuenta como unas fotos en blanco y negro de unas obras de Lugán contempladas en ABC en el 73, le impulsaron a abandonar Jerez y plantarse en Madrid al día siguiente, gracias al auxilio económico de su cuñado el poeta Alfonso Sánchez, para conocer de cerca una ciudad en la que estaban pasando tan extraordinarias cosas. Recuerdo su narración del impacto que le produjeron aquellas imágenes borrosas donde se veían una especie de bolas móviles, como una de las más divertidas que he escuchado nunca. De alguna manera aquello confirmaba que era posible hacer todo tipo de locuras, incluida la de pintar, de la forma y manera que viniera en gana a cada uno.
En aquel ambiente surgieron sus cuadros de finales de los setenta y de los primeros ochenta, una apuesta vigorosa y segura por el color, cuya lectura sugirió relaciones con los grandes maestros neoyorkinos por su desenvoltura, su fiereza y su vitalidad, muy alejados de los que podían haber actuado como “padres”, los oscuros informalistas españoles de los cincuenta y los sesenta. Poco después, hacia 1983, las manchas de color aparecían más estructuradas, más ordenadas en el espacio del lienzo, jugándose al máximo con el impacto visual de una lectura contrastada y simultánea. Sus rosas atravesados por líneas azules parecían más rosas que nunca y los verdes y los amarillos contribuían a encender los rojos. Torné, nos abría puertas y ventanas a sus recuerdos de los paisajes y las fiestas del sur, por donde entraba la luz que excitaba los colores hasta lograr sacarlos del espacio del cuadro y hacerles bailar a nuestro alrededor, envolviéndonos como la poética bronca, entrecortada y díscola de una bulería. Torné había llegado hasta esta profesión de fe en la pintura pura a través de un camino absolutamente propio que había comenzado en sus largas horas de niño de los cincuenta pasadas en las iglesias de Santiago y de la Merced de Jerez, contemplando la luz de colores que se filtraba por las vidrieras. “Yo recuerdo que más que los cuadros que colgaban de las paredes, me impresionaban los colores encendidos por el sol, que atravesaban las vidrieras e inundaban el interior transformándolo todo”.
Así pues, si Torné pudo adquirir de la pintura americana su libertad expresiva, es su temprana fascinación por las vidrieras, lo que nos aporta igualmente muchas de las claves de su verdadera estirpe. Si el espacio del cuadro establece claras diferencias entre la realidad exterior y la interior, la vidriera es permeable a la luz, aunque la modifique profundamente, pintando el exterior con colores furtivos, diferentes cada vez. Concebida como un espacio ordenado con una artificiosidad y una articulación autónomas, puramente racionalista, propias del arte clásico, la verdadera vocación del espacio vidriera es trascenderlo y conseguir una vibración poética, no haciéndonos penetrar en el territorio del cuadro, no tendiendo un puente hacia dentro, sino hacia fuera, a través de la capacidad conmovedora, del impacto puramente sensorial del color, algo que estuvo entre los objetivos prioritarios de una gran parte de la vanguardia.
Esta fue la elección que Gonzalo Torné hizo desde muy pronto cuando descubrió que el color servía “para ir hacia delante” y además para hacerlo a su manera. Con él fue ligando sus propios estados de ánimo, mezclados con olores y sabores y hasta con antiguos rescoldos culturales latentes en la cultura andaluza y desde luego con el flamenco del barrio de Santiago que siempre ha tenido gran responsabilidad en el baile de sus pinceles. Porque la Andalucía de Torné no es la petrificada por la leyenda que ha acabado provocando la aparición por todas partes de figurantes y decorados de una mala película, ni siquiera la que con desiguales resultados se ha alimentado de la literalidad del mito, sino la que tal vez provocó su invención entre aquellos viajeros del XIX ávidos de novedades y que yo vislumbré apenas una noche escuchando al Nano de Jerez. Allí era el instante puro lo que simulaba prescindir de toda una acumulación de vestigios culturales y brotaba, tejido con toda facilidad, con lo que pasó a llamarse la “propia vida”, creando una belleza que se sostenía sobre nuevas reglas del juego. Fue uno de esos momentos en que uno siente la tentación a estas alturas, y por más peregrino que parezca, de comprender a Richard Ford.
“Pero cuidado que el toro no es cuestión de fuerza, porque éste enseguida puede producir la brusquedad, la aspereza, es decir la antítesis de la suavidad y la lentitud que es lo que más les agrada a los toros”. Domingo Ortega “El arte del Toreo”.
Hasta después de 1985, momento de su viaje a Nueva York inmediatamente antes de la concesión de la Beca Pollock Krasner, la obra de Torné igualmente fascinada por el apresamiento del instante, se desenvuelve sin citas aparentes, sin embargo en contacto con la ciudad, que por muchas razones podía haberle reafirmado en su camino, siente la necesidad de hacer un quiebro, de hacer más explícitas las señas de identidad de su propia cultura y también de establecer un diálogo con ella, siguiendo una línea que también empieza a interesar a muchos artistas de su generación. “Cuando estoy en Nueva York, tengo la sensación de que se obliga a todo el mundo a pintar de la misma forma, de que se aplaude sólo la pintura que acepta unas determinadas normas que los pintores americanos, que a mí me habían interesado tanto, son tomados como padres incontestables. Esto me molestó y me impulsó a volver la mirada hacia mi propia tradición. Así que, aunque allí pinté toda una serie con referencias americanas como Mikey Mouse, volví con una sensación de rebeldía. Puestos a tener un padre, ¿porqué no Goya?”.
La necesidad de una mirada hacia atrás, la interrogación por el tiempo del pasado, se generaliza entre muchos de los pintores a medida que avanza la década de los ochenta, más como una consecuencia natural de la propia evolución de cualquier obra, que como una moda. En el caso de Gonzalo Torné será Goya, que no por casualidad, junto con El Greco, había sido el pintor que más le había interesado en sus visitas al Museo del Prado durante los años de su adolescencia, pasada en Aranjuez. Si la pintura antigua había sido el arte de la permanencia, de la condensación del tiempo, la vanguardia lo había sido de la instantaneidad, del apresamiento del presente, desgajado del antes y el después. “El tiempo para la belleza ha concluido”, nos dirá Flaubert. Y Goya es justamente el artista que de modo más claro, y no sin gran desgarro pero con gran lucidez, se dio cuenta de encontrarse en la frontera misma entre dos modos diferentes de vivir y de mirar, y por ende, entre dos posiciones distintas frente a la pintura.
Goya ya había aparecido puntualmente en su labor como diseñador gráfico (lo encontramos, por ejemplo, en un cartel del 83 para el grupo de teatro Gayo Vallecano) que Torné desarrolla activamente hasta 1985, pero a partir de ahora, se convertirá en una referencia recurrente, a través de la cita literal de imágenes de los grabados de la Tauromaquia y los Caprichos muy premeditadamente elegidos, en torno a los cuales se despliega una pintura que mantendrá algunos rasgos característicos del anterior Torné, como es la utilización del color, como herramienta favorita de su lenguaje, pero en la que aparece un sentido del tiempo diferente, que no proviene sólo del inevitable ejercicio de memoria, a que invita la inclusión de la imagen goyesca, sino también de su mismo confrontamiento con ella que le llevará a planteamientos formales diferentes. Se cita a Goya de lejos para dejarse impregnar por él, para acoplarse con él, para adueñarse de sus secretos, de su genial capacidad para conciliar en la pintura pasado y presente, permanencia y fugacidad.
No queremos nosotros apropiarnos de la filosofía de Jesulín de Ubrique al sospechar que la retina privilegiada de Goya intuyera la afinidad entre los objetivos de la tauromaquia y los de su propia obra, pero lo cierto es que también en los toros una buena faena está hecha de instantes consecutivos e irrepetibles, que sin embargo quedan más tarde detenidos, “pintados” en nuestra memoria. Una buena faena es la que consigue detener el tiempo “parar la plaza”, como se dice, con su prodigiosa habilidad para la imagen, en el lenguaje taurino. La emoción, el sentimiento producido en el momento de su contemplación, da paso en el recuerdo a una serena sensación de suavidad, de lentitud, como si se tratara precisamente de eso, de construir una reglamentada armonía, una metáfora de la permanencia, a partir de la pura fugacidad, del control de la imprevisibilidad y también de la faena soñada en la imaginación del torero y del espectador y en el instinto del toro.
Como lo era Goya, Torné es una gran observador de la Fiesta. Desde niño había asistido con su padre a las corridas de la Maestranza y de Jerez y los toros que aparecen ya en sus primeros dibujos infantiles, se convierten también en este viaje hacia dentro que emprende a partir de 1986, en una referencia recurrente. La plástica y el espíritu taurinos están presentes en su obra, más allá de su literalidad, como ocurre con las imágenes goyescas. Reproducidas mecánicamente, aparecen ocupando todo el espacio del cuadro, sirviendo como fondo a la pintura, vislumbrándose entre ella, o adheriéndose ostentosamente al lienzo y al papel, insistiéndose en su diferenciación. Pero en ambos casos son esas imágenes, las que actúan como desencadenante conceptual y formal de la pintura y ésta a su vez, acaba incidiendo sobre aquéllas para potenciarlas, en una aspiración de permanecer en nuestra memoria en una íntima combinatoria poética.
El color es utilizado ahora de forma muy diversa, desde la violencia expresionista y romántica del rojo y el negro, hasta la mesura y claridad de los grises, azules y amarillos que nos recuerdan al Goya ilustrado y que son igualmente expresivos de la propia personalidad de Torné. Porque como en el artista aragonés hay en él un componente racionalista ordenado, amante de la claridad y del orden, que se fortaleció en los años pasados, desde el 74 al 78 ,en el estudio de los arquitectos alemanes Kurt Schafer y Hans Heger, y que se manifestará en su dilatada trayectoria como diseñador gráfico. Este Torné de vocación constructiva siempre vivo, surge también en estos años, en sus lienzos y papeles con toritos, caballos y cabezas de toreros convertidos en motivos ornamentales y, repetidos sobre fondos claros por toda la superficie del cuadro, que sin duda serían del agrado de una versión moderna de la ilustrada Marquesa de Pontejos. Es el Torné diáfano, solar, que busca la armonía con el exterior, que apuesta por una realidad ordenada en el que coincidan la razón, la verdad y la belleza
Sin embargo en “Huellas de una época” nos encontraremos también con un pintor dramático que descubre a su pesar el lado oscuro de la vida pero que, frente a ello, no duda en escudriñar con valentía en su interior para darle salida. Fue Quico Rivas quien advirtió en 1985 que en la pintura de Torné no existía el negro. Él mismo fue el primer sorprendido hasta el punto de tener que acudir a su estudio para comprobarlo repasando sus tubos de colores. Y es que esta ausencia del negro no había sido nada premeditado, sino una consecuencia natural de su actitud vital de aquellos años, como lo sería igualmente su presencia a partir de su estancia en Nueva York. Calvo Serraller escribe en el final de su libro sobre Goya unas palabras que bien podían ser aplicadas a Gonzalo Torné: “Pero es la libertad moral la que llevó a Goya a encarar “el negro”, el lado refractario de lo real, lo racionalmente indiscernible, en fin lo oscuro”.
En sus últimos trabajos, realizados a partir de 1997, las citas literales de Goya van desapareciendo, y su mirada se acerca ahora más que nunca hasta el corazón formal de la pintura, tras la búsqueda de un lenguaje que aparece como el destilado resultado de un largo proceso de depuración. Un lazo, una joya, un reguero de sangre, las mentirosas manchas de color del estampado de un vestido, el preciso enrejado de un fragmento de grabado, el recuerdo de una forma flotando sobre el desolado azul de un paisaje, funcionan como desencadenante de unas obras que parecen querer desentrañar el secreto código de la pintura, ordenar la ilusión, controlar el engaño, sólo para medirse con ella y demostrar su ilimitado poder. Por segunda vez, la Fundación Pollock acaba de concederle una beca, lo cual es algo absolutamente excepcional. Gracias a ella abordará el interesante proyecto de pintar en colaboración con una máquina que reproducirá estos bocetos fielmente y que pronto se hará su mejor discípula. En la memoria presentada para su solicitud, todo un manifiesto a favor de la pintura y que resume muy bien su actitud como pintor, Torné escribía: “En definitiva, el empleo que pretendo de estos medios técnicos es simplemente sustituir los tradicionales pinceles, brochas, rodillos, lápices... por unas herramientas que en el fondo cumplen las mismas funciones”. Y también añade: “Quizás seguimos pintando, tomando conciencia propia de pintor porque cada época necesita esta particular forma de pensamiento. Porque necesitamos pintar e indagar nuestra propia zona de creación, que no coincide en todo con la de los que nos han precedido”.
Esa zona de creación es en Torné a veces una zona de luz, vital y sensitiva, y otras una zona de sombra, en la que deja brotar su lado más oscuro, como una muestra más de esa “libertad moral” que también a él le aqueja, de otra forma y bajo otras circunstancias, pero que tampoco está dispuesto a escamotear nunca a su instinto de pintor. Una zona de sombra, casi nunca afrontada con la melancólica atracción por lo incontrolable del Norte, sino con la valerosa y, sólo en apariencia, paradójica fascinación por el orden de la sensibilidad del Sur.
María Escribano
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